L moment (3)

Llegó con su mamá, de la mano, comiendo dificultosamente unos Doritos de queso que su aroma llegó a revolverme hasta la tripa más floja. Blanco, flacucho, medio desgarbado, con el pelo corto que daba señas de ser medio crespito, la nuca y las sienes ligeramente sudadas, juntando sus mechones disparejos. Dejó ir a su mamá que ordenaba su mochila, a menos de medio metro de mí. Se llamaba Matías y hablaba harto para tener –ojímetro calculómetro- unos cinco años y otro poco. Yo estaba sentada en el paradero, con el morral sobre las piernas, la personalidad oculta y el resto de un mocha en las papilas. Me miró de reojo, desvió su mirada al cartel publicitario de Don Amor que existía a mi lado y se detuvo ahí, enfrentándolo. Frunció el ceño de una manera que me hizo levantar ambas cejas, ladeó la cabeza y sonrió triunfante. “Mamá, ¿sabías tú que eso está mal hecho?”, dijo con esa vocecita de niño que es adorablemente estándar, con una pronunciación tan exacta de cada letra que me fue inevitable sonreír, fijándome en sus dientes de leche medios desordenados igual que su cabeza. “¿Ah sí?”, la voz de mujer cansada llegó a mi, la miré un segundo porque me intrigaba demasiado su hijo. Treinta años a lo más. “Sí, mamá, porque es imposible-imposible que se pueda hacer algo así… La mitad de la O no se sostiene y la pata de la M, ahí, como la A tampoco. Es imposible”. De mis dos cejas en alto, una cayó, miré el cartel y efectivamente. La flaitería de imitación que proclama con tanto bling bling “Don Amor” tiene el detalle de estar pésimamente mal hecho, si intentaron lograr el efecto de colgante shulito, les falló aquello. Sin embargo, puedo entender el error: el común de los mortales no se fija en esas cosas (no me quiero incluir porque evito ese tipo de carteles que apesta Santiago, me quedo con los de “Mala Conducta”). Miré a Matías con adoración, él me miró de vuelta, nos sonreímos los dos con amplia satisfacción y pasó la micro.